20.2.07

Código y mercancía




En Matiz de metal y colores de mercado, Moisés Gámez nos pone de manifiesto la maduración de una necesidad cada vez más inocultable: desentrañar con otros medios aquellos temas, cabos sueltos, que el quehacer académico del historiador a veces no es capaz de abarcar en su compejidad –y, sobre todo, emocionalidad– en una sola mirada, en un destello; la aceptación de un discurso alternativo y crítico –el de las artes visuales– que, lejos de apartarlo de la condición de testigo de su tiempo, se ha ido construyendo en él de manera paralela e inquietante a lo largo de su vida.
Como estudioso de la sociedad, Moisés Gámez ha dedicado su capacidad de observación y reflexión intelectual al análisis riguroso y objetivo del trabajo, el mundo laboral y la producción en distintos momentos de la historia. Esto le ha permitido tener entre sus manos materiales sensibles que con frecuencia escapan o se vuelven refractarios al método y al razonamiento de las ciencias sociales. Realidades que no pueden ser desdeñadas y que un observador comprometido transfigura obligadamente en sedimento, ya no del “gran relato” que en general ocupa –hasta la fecha– el quehacer histórico, sino del más íntimo y personal de la expresión. Es decir, aquél que –al reflejarnos, con todas nuestras limitaciones y temores– nos permite ahondar en la relación concreta que tenemos con las cosas, las personas, los espacios y, particularmente, con el tiempo que nos ha tocado vivir.
Las obras que componen Matiz de metal y colores de mercado se nos ofrecen como paradoja e ironía de un tiempo puesto en frío: la presencia saturnina del metal como un soporte melancólico y atávico, el metal que con su sola presencia nos remite al dinero, el trabajo alienado, la pesada maquinaria de la civilización moderna; por otra parte, la naturaleza de los materiales incrustados en este “marco” o contexto. Afiches de los mitos descastados por la producción en serie, matrices industriales, matrices gráficas, colores reciclados, lenguajes del catálogo del arte moderno, residuos con la imagen trunca de un presente escurridizo que mucho me recuerdan a los que se agregan en las estratificaciones icónicas de Rauschenberg y cuya condensación simbólica y ambigua bien podría cifrarse en “Lucha de titanes y fantasmas”. Porque, como afirmaba Kafka –hace más de ochenta años–, el desarrollo de los medios informáticos, más que comunicarnos, parece destinado a una mayor producción de fantasmagorías.
Ya decía Walter Benjamin que había que “cepillar la historia a contrapelo” para desenmascarar los mecanismos que subyacen bajo ella. La conciencia de la modernidad consiste en darnos cuenta de cómo el paradigma de lo nuevo se desgasta a simple vista, velocísimo y fugaz por excelencia, para mostrar su cara oculta: la transformación del sujeto –de su vida arrebatada– en mercancía, dígito, código (de barras carcelarias), cancelación o tachadura.
Matiz de metal y colores de mercado nos brinda un corte casi estático –todo dinamismo sobrepuesto– en el que la historia perforada se nos muestra incapaz de digerir sus propios sedimentos arrojados frente al único que puede redimirlos (cómo no dejarlo en las palabras de Baudelaire, el primero en darse cuenta), “tú, hipócrita lector –mi igual–, ¡mi hermano!”

Luis Cortés Bargalló
escritor

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